Cdad. Bs As., Buenos Aires, Argentina
Paciente estudiante o inquieto, músico en progreso o en decadencia, escritor amateur o poco profesional, mujeres en receso o en recreo

30 noviembre 2006

El balcón final

Hay personas tan delgadas, escribía, que a veces las arrastra el viento. Hay mujeres que parecen banderas flameando, como el pabellón de un castillo en ruinas. Hay hombres que no pueden siquiera caminar erguidos de tan flacos, se doblan, se quiebran.
A veces cuando paso cerca de ellos, siento un escozor, que hasta a mi me enflaquece. Siento como sus órganos están débiles. Siento su hambre, los gruñidos del estómago. Siento como tintinean entre si las costillas. Cuando un hombre se agacha, parece que no se levantara más. Y a veces no se levanta más. Y cuando no se levantan, quedan allí, mirando con los ojos perdidos, buscando un cielo que no existe. Con los ojos blancos. Si en cambio, se levanta, sabrás que ha iniciado el camino final. El camino que lo lleva al otro lado de su imaginación.
Las mujeres, en ocasiones continuas, se rinden. Pero aquellas que luchan, sobreviven largamente y muchas veces puedes verlas ayudando a otros hombres a levantarse.
Ella escribía, creo, muy rápido, como una cronista desesperada en busca de un historia para el matutino dentro de dos horas. Las hojas estaban arrugadas. Me pareció que en algún momento las habría tirado y luego, arrepentida, sacado de algún tacho. La letra se entendía a duras penas. Estaba deslizada debajo del renglón imaginario, y desganada. Había continuas tachaduras. Cuando abrí el sobre, cayeron de él, pequeñas borraduras. Luego, al buscar en el interior, note cierto desorden en las esquinas, y dobladillos involuntarios en el papel, lo que me dio a entender el apuro que ella tenía por enviarme esto.
La carta no estaba fechada, ni con remitente, pero inmediatamente deduje de quien era. Hace tanto que la esperaba. A ella, o algo. Cuando llegó la carta, la mire con fastidio, miré al cartero de reojo mientras el me ofrecía su planilla y una lapicera y me invitaba muy amablemente a dejar sentado de mi conformidad de recibimiento. Conformidad, que luego al cerrar la puerta, y sin subir las escaleras, se deshizo cuando al terminar de abrir la carta, vi su estado. Mientras subía los peldaños, fui deshaciendo el poco medido triple doblez, me sostenía en la baranda, leía dos líneas y continuaba otros escalones más. Así hasta el descanso.
Estoy en el lugar que soñé, decía el papel. Aquí el sol brilla todo el día y de noche no refresca. Sin embargo detrás del pueblo, en dirección norte, están los cerros nevados. Dicen los pueblerinos que el lugar tiene un microclima especial, debido a que todo esta construido sobre un río de lava subterráneo, a muchos kilómetros de mis pies. Ayer hubo un pequeño temblor, yo me asusté, pero el inquilino vino a tranquilizarme inmediatamente. Me explicó que estos temblores aparecen cada tanto, hace ya cincuenta años. A unos cuantos kilómetros, por la carretera norte, hay aguas termales, y más allá, otros cuantos kilómetros hacia adentro, están los geisers. Dicen que las aguas son benditas, especiales. Muchas personas vienen a curar su cáncer de piel aquí. Yo he ido allí todos los días. Las primeras veces pagué por ello, ya que era todo privatizado. Una empresa había comprado esos terrenos. A la semana, conversando en el viaje de vuelta con otra mujer, me enteré, que adentrándose hacia los geisers, ya no estaba la cerca, y había más piletones de agua naturales. Comencé a ir allí. El agua era mucho más caliente, pero así luego de unos minutos, el cuerpo se acostumbraba. El único inconveniente era que al cabo de diez minutos, necesitabas salir un tiempo, porque se sentía como empezaba a arder.
Allí nomás en el descanso, di vuelta la hoja, mire hacia abajo, y observe por el ventiluz de la puerta. El cartero ya se había ido, y en la calle se encontraban dos señoras hablando, una de ellas a punto de entrar, con un paquete en la otra mano. Recordé que había dejado la comida haciéndose. Subí los dos pisos que quedaban con la carta flameando y el sobre colgando de mis dedos meñique y anular de mi mano izquierda. Subía de a dos escalones y a veces de a tres. Cuando llegue frente a mi departamento, sentí como en la planta baja, se cerraba la puerta. Luego al sentir los pasos rasposos sobre la escalera, metí la llave en la cerradura, y muy atolondrado la giré. Me metí sin dejar mucho espacio entre la puerta y el marco, casi de costado y cerré asegurando las tres trabas. Inmediatamente sentí el olor a quemado, y el humo que impregnaba la casa. Tiré la carta sobre el sillón y fui corriendo a la cocina. Antes de llegar, por el pasillo que me lleva a ella, desde el interior salían dos llamaradas por el costado de la puerta. Al acercarme, el calor era tal que no pude mirar adentro. Corrí, desesperado, tomé la guía, recordé el número, y llamé. Con voz entrecortada, escuche a la operadora, la música de caja musical, y al instante, mientras mis manos temblaba, una voz amable me atendió.
Le expliqué tan rápido la situación, que tubo que pedirme que le repitiera lento y pausado. Así varias veces, porque comenzaba tranquilo, pero me aceleraba inmediatamente. Luego de dar mi dirección, proseguí hacia mi habitación, para rescatar, en caso de que fuera muy grave la situación, mis cosas mas preciadas. Tome mi portafolio, la campera, y dos portarretratos. Cuando salía de la habitación, descolgué de la pared un almanaque y dos cruces. En el pasillo se sentía el calor tan fuerte, que no pude detenerme frente al mueble enano para sacar de allí las estampas de mis santos, y sobre todo porque allí estaba mi sortija de casamiento. Mi colección de monedas, las cartas y mi taza de café preferida. Solo atiné a encorvarme, tapando mi cabeza con la campera, y agachado me dirigí hacia el comedor. Allí estaba la carta entreabierta, y pensé que quizá tendría tiempo hasta escuchar las sirenas. Me senté en el sofá y continué en la siguiente carilla.
Por las mañanas me dedico a la gimnasia y camino por el parque, seguía ella. Por las tardes voy a las aguas termales y a la noche jugamos cartas y pocker con mis compañeras del lugar. Ayer vomité muchas veces, pero siento que mejoro y todo volverá a su lugar en algún momento. Los otros dice, me dicen constantemente, que es tiempo, paciencia y mucho rezo. Yo rezo siempre, todas las noches, todas las mañanas, en las comidas y cuando camino por el parque. El padre de la iglesia me ha enseñado muchas oraciones, y tenía algunos de nuestros santos. ¿Los guardas, no? Cuando les rezo a ellos, el día siguiente me siento bien, me levanto, luego de hablarles y salgo corriendo. Cuando no les rezo, me levanto y salgo despacio. Tardo en llegar al comedor, y todos me miran, como si de nuevo pasara lo mismo.
Se me dibujó una sonrisa, enorme, y me distendí en el sofá. Sentía su felicidad, en mi, su buen estar, como mía. Y pensar que ahora nos estaríamos quedando sin casa. Y pensar que ya me quedé sin ella, por indicación de los médicos.
Ellos si que saben sacar cosas, comenzó a escribir él sobre dos hojas sueltas en el estante de adornos. También me sacaron las ganas de ir a visitarte algún día. Pero hablo de sacar cosas, de sacar problemas. A ti, por supuesto, que no se mal interprete. Digo, que te saquen lo problemas a ti. Ahora estoy sin trabajo, el mes pasado discutí con el jefe. Desde entonces me dedico a la casa y recuerdo día a día cada rincón, cada espacio, hasta los que sólo tú conocías y tenías el acceso privilegiado, porque a ti te gustaban. Creo que la conocí tanto, que podría arreglarla o ponerla en venta, o quizá prepararla mejor a tu regreso, o mejor, estaba pensando comprar un perro, para que él tuviese un lugar más amplio. También, pensé en alquilar las habitaciones y yo vivir en el living. Estamos en época de inscripciones universitarias, y muchos estudiantes tocan el timbre preguntando si no hay lugar para vivir. A todos les he dicho que no, pero algunos insisten tanto, que los dejo pasar a que vean. Entonces, cuando ellos están subiendo, tiro comida por el piso, dejo la rejilla del baño abierta y la puerta entreabierta, tiro un poco de ropa por el pasillo, y desordeno con mis papeles la mesa del comedor. Yo, me cambio. Me pongo el pijama, y los atiendo. Entonces ellos se van, arrepentidos de haber querido subir, y así luego, tengo algo que hacer. Me vuelvo a cambiar, y vuelvo a dejar todo en su lugar.
Cuando di vuelta la hoja, me di cuenta de que el calor se sentía mucho más cerca, y también se veía por la ventana del balcón, que esta al lado de la ventana de la cocina. Y me faltaba leer la última hoja de su carta. Entonces, me puse cerca de la puerta del balcón, para tener aire. A los lejos se escuchaban las sirenas, y sabía que ya no quedaba tiempo, por lo que leía los últimos párrafos rápido, salteando palabras, casi como buscando las ideas principales.
Ya no quiero más. Difícil de entender. Hoy te escribí. Tengo poco tiempo. No es fácil hacerlo. Guarda las estampitas. Reza. Perdón. Escribirte después, mucho tiempo. ¿Vendrás?. Yo no se. No creo. Cuida todo. Cuídate. Ya me siento mal nuevamente. Temblar. Sirena. Tengo que salir. Dejo, cartero, envíe. Hasta siempre.
Cuando me dispuse a dar la vuelta hacia la mesa –allí estaba el sobre–, vi frente a mí el fuego. Ese que no había querido ver, porque estaba ocupado. Solo hacía calor. El estaba allí, como queriendo decir algo, en espasmos continuos. Pero no decía nada. Y yo esperaba con la boca abierta a contestarle, pero continuaba dubitativo balanceándose. Y crecía más, parecía que quería decirme algo importante, porque sentía ya su abrazo en mi espalda, en mi cuello. La carta la apreté, la abollé y la guardé en el bolsillo de la camisa. Y las líneas que había escrito, en el bolsillo del pantalón. Así, no se mezclarían las hojas y no habría confusión.
Las sirenas se oían desde hace rato. Y llegué a pensar que era la voz del fuego, pero rápidamente caí en sí, y di cuenta de que eran a quienes había llamado. ¿Sería la amable mujer, que vendría apurada por mi historia, a rescatarme?. No tenía mis santos, no podría rezar. Abrí la puerta del balcón. Las llamas, salieron antes que yo, como desesperadas por aire, por espacio y por multitud. Yo salí luego por debajo, gateé hasta donde pude y allí quedé, esperando el milagro.

Ejercicio del Taller de Escritura de la UNQ, Ana Jusid,
sobre una frase inicial de "El país de las últimas cosas" de Paul Auster

28 noviembre 2006

Querido, te mojaste?

La lluvia está tan mojada que sobresalen los huesos de mis hombros, pegándose la camisa como una desopilante babosa, o como una mujer que solo le importa la plata. La gente camina, y se desentiende de toda situación. Un mar de babosas sin camino claro, que se mueven en vaivén imitando a sus pares, las serpientes.
De pronto, un rasguño, y otro. Un golpe, y un pinchazo. Miro hacia todos los costados y es irritante. Sales del trabajo, luego de que tu jefe te ha llamado la atención por no haberte limpiado los zapatos al entrar en la mañana. Claro que lo hace cuando estás yéndote. El muy infeliz podría decírtelo en otro momento, pero no antes de irte. Te vas mal predispuesto, pateando las piedras que están esparcidas en la entrada, escupiendo al piso, puteando al aire. Antes de la comida quizá, aunque te bajaría al apetito, pero incluso tendrías por delante más horas de trabajo para descargar. Al llegar, pues no sería algo tan notorio, comparado con el parco saludo de bienvenida diaria. O en su oficina en cualquier momento, donde tú puedas descargar alguna inofensiva defensa, o intentarla de algún modo. Alguna manera de no quedarte solo carcomiendo tu bronca. Incluso hasta podrías pegarle, insultarle, o hacerte el sordo. Mejor aún, irte y dejarlo hablando. Pero el muy infeliz tiene que mover su dedo índice como haciéndole cosquillas al aire, tembloroso y malicioso. Y lo tiene que hacer cuando ve mi cara sonriente, devenida de las ganas de irse. Sabiendo yo que me espera Mara en el bar de la esquina Arbizu y Chagaray, aquí cerca a solo cinco cuadras, a cinco minutos. Sabiendo él que… El no sabe nada, nunca ha sabido nada. Es el hijo del jefe, y por ello es el gerente de área. Ni siquiera sabe de que se trata su sector. Yo no soy ninguna de sus cinco asistentes por la sencilla razón de ser “un” y no “una”. Ve a saber que hacen en las reuniones que duran cinco horas, allí dentro. Debe ser un acoso desigual y vomitivo.
Las dos más jóvenes son bellas, amables, y se visten …, pero Dana, es desproporcionada por donde se la mire, no solo eso, sino que aparte usa polleras del tamaño de su antebrazo, y camisas ajustadas, que dejan casi al aire toda prominencia. Verle las piernas es como ver un ojo irritando y sangrante de una tira policial de historieta. Y no tiene descaro de tambalearse de aquí para allá. Y de la cara, mejor no hablar. Quizá si fuese amable como las dos muchachas, sería el centro de atención del lugar. Pero eso no existe y esto se le suma a la figura, sacada de un cuadro de Botero. Recuerdo el primer día que ella llegó, de haber perdido cada tanto minutos en mi trabajo, por asomarme desde mi box y observarla. No podía evitar, debía sacarme esa duda de la primera visión. Como cuando alguien presencia un accidente, y su morbo hace que no pueda apartar la vista, aún comprendiendo la situación.
En cuanto a las dos señoras mayores, ellas simplemente cumplen su tarea desapercibidamente. A veces si paran cuando pasan cerca de mío. Son charlatanas, también un poco chusmas. Pero nunca cuentan nada del jefe. Son muy leales.
Esta vez, el tráfico esta mas atestado que de costumbre. Llego tarde, y a Mara no le gusta esperar. Encima ahora verá mi expresión de enfado y me preguntará lo sucedido. Pero siempre resuelve los problemas con ternura. Solo cinco palabras, cinco caricias bastan para sacarme una sonrisa. Temblorosa, pero sonrisa al fin.
-Señora, porque no camina por afuera!- reacciono sin pensar violentamente girando mi cabeza mientras camino, dirigiéndome a la viejecita que acaba de rozar su paraguas en mi garganta. Paso las yemas de mis dedos, tratando de averiguar la zona molesta y siento un ardor. Un ardor fuerte, pero no tanto como el que me viene en lo ojos y mis pensamientos.
Nunca he querido comprar un paraguas. Me parecen el elemento más inútil jamás inventado por el hombre. Ocupan espacio, en el bolso, la cartera o donde sea, y ocupan espacio en la calle. Son aparatosos para desplegarlos ante la eventualidad y se doblan ante la mínima ráfaga de viento. Los paraguas ayudan a uno a mojarse un poco mejor. Distraen la vista y es por ello que corres más probabilidades de meter los pies en algún charco, por lo que estarás aún más mojado y más irritado. Por eso, no llevo paraguas. Aparte porque desde que mi madre me abrió uno a los cinco años intempestivamente delante de mí, creo que nunca he querido saber nada con ellos.
La lluvia es adorable, acaricia, y es suave. Cosquillea y afloja los músculos. Es una ducha constante, un calmante. Su sonido, que puede ser adormecedor como aterrador, también. Porque negarse a tan profunda expresión de la naturaleza. Porque evitar lo inevitable. Porque esconderse del agua, quien no nos abandona, e incluso nos contiene.
-Pero, que vieja idiota!- pienso al instante y me dirijo casi sin pausa: -use el paraguas para lo que es y no para taparse la cara!!!-
Estoy en la esquina del edificio del trabajo, y he tenido que esquivar a la inutilidad a la altura de mi pecho. Es increíble, pero la gente se olvida. El paraguas pasa a ser su elemento mas preciado y uno el oponente. Sales del subte, otro espacio inhabitable. Sales desesperado para tener un poco de oxigeno, caminas esquivando y codeando a la muchedumbre. Te diriges a la escalera casi con sensación de alivio, cuando de pronto te topas con una lanza de metal, que de casualidad no te apunta algún miembro. Levantas la cabeza un poco más y ves como se asoma amenazante la parte trasera de un paraguas entre en el brazo y el cuerpo de quien tienes de espalda en frente tuyo. Lo mueve de adelante hacia atrás, como si fuese Caperucita con la canasta. Entonces se lo aferras fuertemente, y casi al mismo tiempo te corres a un costado, hacia otra hilera que sube la escalera, mientras tu oponente se da vuelta repentinamente en posición de defensa.
Es allí cuando se para en el medio de la escalera, a dos peldaños del descanso y un metro de acabarse el techo de la salida a la calle. Suelta su cartera y la sostiene en su entrepierna. Toma el paraguas del mango, lo empuña hacia delante, aprieta el botón y desparrama la tela como un pavo real. Justo al mismo tiempo en que yo paso al lado, producto de haberme cambiado de carril, y me llevo puesto todas las plumas.
-Hay…, perdón- dice inocentemente, y se queda parado, mirándome, mientras tres señoras desde atrás le piden que se mueva. Mi respuesta es un sinfín de memorizaciones del diccionario de malas palabras, los ojos mirando hacia arriba por un instante, y sin voltearme para no ver al inútil, trato de salir de la cueva.
Sigo caminando mirando abajo y reprimiéndome, tratando de no pisar las malditas baldosas flojas de las veredas que la municipalidad se niega arreglar.
La siguiente esquina es un amontonadero de gente esperando cruzar la avenida. Bocinas y olas surfeadas por autos. Y un mar de techos circulares con sus lanzas cayendo de costado, de todos los colores, formas y tamaños. A esta altura no se si esta nublado de nubes o de paraguas que apagan la luz. Lo que es seguro que aún entre tantas inutilidades, me sigo mojando.
Las siguientes dos cuadras en días sin lluvia es un aparcadero de personas mirando vidrieras, entrando y saliendo con bolsas. Gente que repentinamente se frena, otras que se cruzan por delante. Es algo realmente sufrible. Pero los días con lluvia son aún más feroces. Los toldos, balcones, protectores, entradas profundas y demás salidas por sobre las cabezas deberían funcionar como perfecta pasarela anti-moje. Aquellas personas con pilotos, cobertizos y paraguas debieran circular sin ningún complejo bajo lluvia, tranquilos, moderados, sabiendo que su destino los espera secos.
Insufriblemente uno se arremete a todo lo contrario. Camina pegado a la pared, buscando todos los sitios cubiertos. Al mismo tiempo debe evitar todo asalto de lanza a los ojos o al cuello. Rasgaduras de vestiduras o sacos enganchados. Los insultos lo carcomen por dentro y no puede evitar agacharse por debajo del paraguas del enemigo y mirarlo furiosamente al punto de querer escupirle con precisa puntería en el medio de los ojos.
Cuanto más crece el ser humano mas imbécil se torna. Es por ello que se me acalora la cabeza, se contraen los músculos y mis ojos se enrojecen. Es por ello que una señora mayor con su paraguita, un señor de traje con un paraguas doblemente mas ancho que su brazo, dos mujeres con una sombrilla de hollywood, y millones de especimenes de variadas similitudes se bambamlean inútilmente bajo los techos sin tener ninguna piedad de quienes no tienen consigo un inútil paraguas. Van de aquí para allá por esta angosta pasarela.
Finalmente decido apartarme de tan incompetente muchedumbre, y opto tomar el camino adyacente que me conduce tranquilamente hacia mi destino, pero cada vez mas mojado.
-Querido… te mojaste?- dice ella, mientras trato de sacarme las gotas que cuelgan de mi nariz, mis orejas y mis párpados.
Mi ira se desata por el interior hasta secarme con tal irradiación. Mis ojos la miran fijamente y se suceden dentro de él continuas imágenes y de métodos de cómo estrangular a una tan tierna y bella dama, que me mira muy ciegamente y apoya el costado de su cara en mi pecho, abraza mis espaldas y me dice: “Deberías haber traído el paraguas”.

Ejercicio literario realizado en el Taller de Escritura de la UNQ, Ana Jusid

21 noviembre 2006

Porque me cree su perro

Y sacaréme la niebla
el turbio zumo oscuro del traspienso
la pulpa
la soborra de mente
toda su gris resaca me sacaré hasta el meollo
antes de que se asiente
la áspera espera arena que taté teté yo y lamí
y tragué yo en la sed
a trago tardo largo
lo hueco
lo plenamente hueco y que no es más que hueco
pero crece
sin fin ni sino o causa o pauta o pausa me sacaré yo el lastre

/ que no lastra
por no saber a piedra
por no saber saber
ni saber no saber
los decesos del seso y sus desechos me sacaré yo de pie
junto con tanta sombra sórdida que sobra de cuanto fue

/ y no fue
o fue fue
y no se fue
aunque retorne al árbol del primo primo simio me sacaré yo

/ sin tino la maraña
demasiadísimo humana
y mil y miles vueltas y revueltas y contras y recontras
y sus colas
y sus entelequitas y emocioncitas nómadas
y más y más
de cuajo me sacaré el obtuso yo zurdo absurdo burdo que aún

/ busca ser herido aunque sonría
entre otros obvios sordos escombros naturales
y restos casi muertos de algún yo otro propio que todavía ulula
porque me cree su perro.


Oliverio Girondo. "En la Masmédula"

03 noviembre 2006

Segundo Susurro

Soy nueve camellos
en fila en el desierto
y siete dias
en la semana
que llueve sin tiempo
ni suerte, ni filo, ni.

Mis seis diarios
y dos llaves
bien suaves y un cerrojo.
Y muchas filas
ni sillas, no siento,
ni disiento, solo son.

Cuartos y siervos.
Quintas veces, eres
y sostienes el cielo.
Sabelo el siseo
de pasar noches
por que es tan, tan.

Truenos y silos
vientos, asilos,
abismo, riscos,
viscos, añicos.
No reproches largo
no hay tragos amargos.

Siluetas, zetas y vueltos
sueltos con diez sueños.
Suena, silabea,
sostiene, colorea,
retuerse y no pierdas
este dulce susurro.


3 de Noviembre de 2006

...a VA