Cdad. Bs As., Buenos Aires, Argentina
Paciente estudiante o inquieto, músico en progreso o en decadencia, escritor amateur o poco profesional, mujeres en receso o en recreo

28 noviembre 2006

Querido, te mojaste?

La lluvia está tan mojada que sobresalen los huesos de mis hombros, pegándose la camisa como una desopilante babosa, o como una mujer que solo le importa la plata. La gente camina, y se desentiende de toda situación. Un mar de babosas sin camino claro, que se mueven en vaivén imitando a sus pares, las serpientes.
De pronto, un rasguño, y otro. Un golpe, y un pinchazo. Miro hacia todos los costados y es irritante. Sales del trabajo, luego de que tu jefe te ha llamado la atención por no haberte limpiado los zapatos al entrar en la mañana. Claro que lo hace cuando estás yéndote. El muy infeliz podría decírtelo en otro momento, pero no antes de irte. Te vas mal predispuesto, pateando las piedras que están esparcidas en la entrada, escupiendo al piso, puteando al aire. Antes de la comida quizá, aunque te bajaría al apetito, pero incluso tendrías por delante más horas de trabajo para descargar. Al llegar, pues no sería algo tan notorio, comparado con el parco saludo de bienvenida diaria. O en su oficina en cualquier momento, donde tú puedas descargar alguna inofensiva defensa, o intentarla de algún modo. Alguna manera de no quedarte solo carcomiendo tu bronca. Incluso hasta podrías pegarle, insultarle, o hacerte el sordo. Mejor aún, irte y dejarlo hablando. Pero el muy infeliz tiene que mover su dedo índice como haciéndole cosquillas al aire, tembloroso y malicioso. Y lo tiene que hacer cuando ve mi cara sonriente, devenida de las ganas de irse. Sabiendo yo que me espera Mara en el bar de la esquina Arbizu y Chagaray, aquí cerca a solo cinco cuadras, a cinco minutos. Sabiendo él que… El no sabe nada, nunca ha sabido nada. Es el hijo del jefe, y por ello es el gerente de área. Ni siquiera sabe de que se trata su sector. Yo no soy ninguna de sus cinco asistentes por la sencilla razón de ser “un” y no “una”. Ve a saber que hacen en las reuniones que duran cinco horas, allí dentro. Debe ser un acoso desigual y vomitivo.
Las dos más jóvenes son bellas, amables, y se visten …, pero Dana, es desproporcionada por donde se la mire, no solo eso, sino que aparte usa polleras del tamaño de su antebrazo, y camisas ajustadas, que dejan casi al aire toda prominencia. Verle las piernas es como ver un ojo irritando y sangrante de una tira policial de historieta. Y no tiene descaro de tambalearse de aquí para allá. Y de la cara, mejor no hablar. Quizá si fuese amable como las dos muchachas, sería el centro de atención del lugar. Pero eso no existe y esto se le suma a la figura, sacada de un cuadro de Botero. Recuerdo el primer día que ella llegó, de haber perdido cada tanto minutos en mi trabajo, por asomarme desde mi box y observarla. No podía evitar, debía sacarme esa duda de la primera visión. Como cuando alguien presencia un accidente, y su morbo hace que no pueda apartar la vista, aún comprendiendo la situación.
En cuanto a las dos señoras mayores, ellas simplemente cumplen su tarea desapercibidamente. A veces si paran cuando pasan cerca de mío. Son charlatanas, también un poco chusmas. Pero nunca cuentan nada del jefe. Son muy leales.
Esta vez, el tráfico esta mas atestado que de costumbre. Llego tarde, y a Mara no le gusta esperar. Encima ahora verá mi expresión de enfado y me preguntará lo sucedido. Pero siempre resuelve los problemas con ternura. Solo cinco palabras, cinco caricias bastan para sacarme una sonrisa. Temblorosa, pero sonrisa al fin.
-Señora, porque no camina por afuera!- reacciono sin pensar violentamente girando mi cabeza mientras camino, dirigiéndome a la viejecita que acaba de rozar su paraguas en mi garganta. Paso las yemas de mis dedos, tratando de averiguar la zona molesta y siento un ardor. Un ardor fuerte, pero no tanto como el que me viene en lo ojos y mis pensamientos.
Nunca he querido comprar un paraguas. Me parecen el elemento más inútil jamás inventado por el hombre. Ocupan espacio, en el bolso, la cartera o donde sea, y ocupan espacio en la calle. Son aparatosos para desplegarlos ante la eventualidad y se doblan ante la mínima ráfaga de viento. Los paraguas ayudan a uno a mojarse un poco mejor. Distraen la vista y es por ello que corres más probabilidades de meter los pies en algún charco, por lo que estarás aún más mojado y más irritado. Por eso, no llevo paraguas. Aparte porque desde que mi madre me abrió uno a los cinco años intempestivamente delante de mí, creo que nunca he querido saber nada con ellos.
La lluvia es adorable, acaricia, y es suave. Cosquillea y afloja los músculos. Es una ducha constante, un calmante. Su sonido, que puede ser adormecedor como aterrador, también. Porque negarse a tan profunda expresión de la naturaleza. Porque evitar lo inevitable. Porque esconderse del agua, quien no nos abandona, e incluso nos contiene.
-Pero, que vieja idiota!- pienso al instante y me dirijo casi sin pausa: -use el paraguas para lo que es y no para taparse la cara!!!-
Estoy en la esquina del edificio del trabajo, y he tenido que esquivar a la inutilidad a la altura de mi pecho. Es increíble, pero la gente se olvida. El paraguas pasa a ser su elemento mas preciado y uno el oponente. Sales del subte, otro espacio inhabitable. Sales desesperado para tener un poco de oxigeno, caminas esquivando y codeando a la muchedumbre. Te diriges a la escalera casi con sensación de alivio, cuando de pronto te topas con una lanza de metal, que de casualidad no te apunta algún miembro. Levantas la cabeza un poco más y ves como se asoma amenazante la parte trasera de un paraguas entre en el brazo y el cuerpo de quien tienes de espalda en frente tuyo. Lo mueve de adelante hacia atrás, como si fuese Caperucita con la canasta. Entonces se lo aferras fuertemente, y casi al mismo tiempo te corres a un costado, hacia otra hilera que sube la escalera, mientras tu oponente se da vuelta repentinamente en posición de defensa.
Es allí cuando se para en el medio de la escalera, a dos peldaños del descanso y un metro de acabarse el techo de la salida a la calle. Suelta su cartera y la sostiene en su entrepierna. Toma el paraguas del mango, lo empuña hacia delante, aprieta el botón y desparrama la tela como un pavo real. Justo al mismo tiempo en que yo paso al lado, producto de haberme cambiado de carril, y me llevo puesto todas las plumas.
-Hay…, perdón- dice inocentemente, y se queda parado, mirándome, mientras tres señoras desde atrás le piden que se mueva. Mi respuesta es un sinfín de memorizaciones del diccionario de malas palabras, los ojos mirando hacia arriba por un instante, y sin voltearme para no ver al inútil, trato de salir de la cueva.
Sigo caminando mirando abajo y reprimiéndome, tratando de no pisar las malditas baldosas flojas de las veredas que la municipalidad se niega arreglar.
La siguiente esquina es un amontonadero de gente esperando cruzar la avenida. Bocinas y olas surfeadas por autos. Y un mar de techos circulares con sus lanzas cayendo de costado, de todos los colores, formas y tamaños. A esta altura no se si esta nublado de nubes o de paraguas que apagan la luz. Lo que es seguro que aún entre tantas inutilidades, me sigo mojando.
Las siguientes dos cuadras en días sin lluvia es un aparcadero de personas mirando vidrieras, entrando y saliendo con bolsas. Gente que repentinamente se frena, otras que se cruzan por delante. Es algo realmente sufrible. Pero los días con lluvia son aún más feroces. Los toldos, balcones, protectores, entradas profundas y demás salidas por sobre las cabezas deberían funcionar como perfecta pasarela anti-moje. Aquellas personas con pilotos, cobertizos y paraguas debieran circular sin ningún complejo bajo lluvia, tranquilos, moderados, sabiendo que su destino los espera secos.
Insufriblemente uno se arremete a todo lo contrario. Camina pegado a la pared, buscando todos los sitios cubiertos. Al mismo tiempo debe evitar todo asalto de lanza a los ojos o al cuello. Rasgaduras de vestiduras o sacos enganchados. Los insultos lo carcomen por dentro y no puede evitar agacharse por debajo del paraguas del enemigo y mirarlo furiosamente al punto de querer escupirle con precisa puntería en el medio de los ojos.
Cuanto más crece el ser humano mas imbécil se torna. Es por ello que se me acalora la cabeza, se contraen los músculos y mis ojos se enrojecen. Es por ello que una señora mayor con su paraguita, un señor de traje con un paraguas doblemente mas ancho que su brazo, dos mujeres con una sombrilla de hollywood, y millones de especimenes de variadas similitudes se bambamlean inútilmente bajo los techos sin tener ninguna piedad de quienes no tienen consigo un inútil paraguas. Van de aquí para allá por esta angosta pasarela.
Finalmente decido apartarme de tan incompetente muchedumbre, y opto tomar el camino adyacente que me conduce tranquilamente hacia mi destino, pero cada vez mas mojado.
-Querido… te mojaste?- dice ella, mientras trato de sacarme las gotas que cuelgan de mi nariz, mis orejas y mis párpados.
Mi ira se desata por el interior hasta secarme con tal irradiación. Mis ojos la miran fijamente y se suceden dentro de él continuas imágenes y de métodos de cómo estrangular a una tan tierna y bella dama, que me mira muy ciegamente y apoya el costado de su cara en mi pecho, abraza mis espaldas y me dice: “Deberías haber traído el paraguas”.

Ejercicio literario realizado en el Taller de Escritura de la UNQ, Ana Jusid

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